LA GENERACIÓN DE LA CRISIS
Ángel Lara Platas
Sobre
los problemas que la CNTE ha venido a causar en la Ciudad de México, por la
información difundida queda claro que se trata de grupos movidos por mentes
perversas, con la pretendida intención de desestabilizar a los gobiernos de
Peña Nieto y de Mancera. Por supuesto que los patrocinadores son políticos de
la extrema izquierda, con influencia amplia capacidad financiera.
Mover y mantener a miles de personas en
cualquier lugar, lejos de sus territorios, no es cualquier cosa: cuesta muchos
millones de pesos. Mentira que cada quien se paga sus gastos. Mucho menos que
los costos de traslado, alimentos, renta de autobuses, compra de casas de
campaña y la movilidad en la Capital de la República, sean sufragados por individuos
con amplio espíritu altruista. Y de la captación conocida como “boteo” ni se
diga, nadie de los probables aportantes en su sano juicio los apoyaría cuando ellos
son los afectados por la parálisis citadina.
Todo
eso lo sabemos. Pero por lo que nadie se ha preocupado, es por la opinión que
se está formando la juventud acerca de todo lo que está viendo a su alrededor,
particularmente con la problemática de los maestros disidentes y de otros
grupos radicales.
Así,
de entradita nada más, los adolescentes no entienden por qué los maestros, a quienes se les considera como una extensión
de la familia, tengan que salir a la calle en actitud agresiva y provocadora, a
exigir que les arreglen sus broncas. Eso a los chicos los mete en un laberinto
de apreciación.
Se confunden cuando ven que los policías están
siendo agredidos por vándalos y, como estatuas de sal, resisten estoicos. Ni
repelen ni detienen. Sus criterios entran en conflicto. No entienden por qué la
policía, que está para evitar desmanes y proteger a los ciudadanos de los
delincuentes, permanece en actitud contemplativa, sin actuar contra los que
agreden y hacen daño. Y lo que es peor: ante los ojos púberes los uniformados
se muestran incapaces hasta para poder defenderse. No saben qué es lo que está
pasando.
Los
jovencitos tampoco entienden otra dualidad en las fuerzas del orden. Saben que
cuando la policía descubre que un automovilista es descubierto con aliento
alcohólico en los operativos viales, así conduzca con prudencia, sin excusa
alguna es detenido y trasladado a una prisión –sin importar como pomposamente
le puedan llamar-, como si fuera un verdadero delincuente, para cumplir con un
arresto de buena cantidad de horas. Pero que nada hacen por corregir a choferes
del transporte público que tras suyo van configurando estelas de muerte y
dolor.
El
joven razonamiento de los chicos los obliga a pensar que las fuerzas policiacas
temen enfrentar a infractores cuando están organizados. Y eso es grave.
Los
niños se percatan que el papel de las autoridades no es el correcto. Que ni los
funcionarios saben resolver los problemas de la sociedad, ni la policía cumple
con las funciones que por ley les corresponde. Y cuando hay detenciones de
delincuentes, esos que destruyen, que crean caos y que desquician toda una
ciudad, en la cárcel permanecen menos tiempo que el que conducía con aliento
alcohólico; así se tratara, en algunos casos, de gente honorable.
El
mensaje que los jóvenes están recibiendo es adverso, es contrario a los
propósitos del estado. Está provocando no tan solo desinterés por las
instituciones, sino también desconfianza. Los que estudian la evolución de la
sociedad mexicana, dicen que la actual generación se está formando en medio de la
crisis: social, política, económica y de valores.
Tal
vez por eso sea que a los ciudadanos ya no creen o no les interesa el Estado, tal
como se ha reflejado en las encuestas practicadas por diversas instituciones
serias y reconocidas.
Pero
el problema es más de fondo. Cuando la gente sale a las calles a gritar sus
demandas, es porque en las oficinas está agotada la posibilidad de resolver los
asuntos. Esto nos dice que el modelo de administración pública que en su
momento funcionó, ya está agotado a pesar de los esfuerzos gubernamentales por
acercarla al ciudadano. No es un asunto de personas, es de instituciones. México requiere un modelo más
acorde con sus necesidades, con los avances tecnológicos y con las
circunstancias sociales, y económicas.
Lo
que está ocurriendo en la ciudad del Altiplano y en otras del país, en nada
abona a la problemática nacional, al contrario. En México vivimos con temor,
real o imaginario. Hay desconfianza contra el gobierno pero también entre las
personas. Como sociedad no nos atrevemos a cambiar porque el cambio nos provoca
incertidumbre. Estamos atados a las circunstancias. Los efectos de la sociedad no son los
esperados porque nuestra convivencia inmediata ha reducido su calidad. No nos
estamos dando tiempo para nuestro desarrollo. Los problemas políticos tiendan a
crecer porque son el resultado de un conflicto social.
Por
los vacios en la educación, lo material se ha convertido en el factor más
importante de nuestras relaciones sociales. Se está perdiendo la convivencia
sana y útil.
Somos
intolerantes a pesar que nos jactamos de ser democráticos. Gastamos demasiado
en la democracia a pesar que hay escases de recursos. Ni siquiera estamos reconciliados con nuestra
historia, hay heridas que no han sanado.