Fernando
Padilla Farfán
Nadie duda que el dinero es imprescindible
para hacer política, particularmente si se trata del financiamiento a
organizaciones o partidos políticos. El problema es que a partir que les
otorgan recursos estatales, con la idea de convertirlos en entidades autónomas,
provistas de personalidad jurídica, y con funciones para que gente de la
sociedad encuentre las facilidades en el camino hacia el poder; se inicia un
progresivo encarecimiento de las campañas electorales, inscritas en un contexto
en el cual la mercadotecnia y su parafernalia hacen que los gastos crezcan de
manera exponencial, y coincidentemente, los partidos sufren una modificación en su dinámica
activista, que los lleva a convertirse en aparatos burocráticos como cualquier
oficina gubernamental. Esta situación en lugar de impulsar el fortalecimiento
de los partidos, con el objetivo de
erigirse en representaciones de los intereses políticos de los ciudadanos, han
incurrido en la inevitable pérdida de
contacto con su militancia y sus simpatizantes.
Además que los partidos mayoritarios, por
contar con mayores prerrogativas, desarrollan las habilidades necesarias para
mantener su preeminencia.
Pero el desmesurado crecimiento de los
aparatos partidarios, y la necesidad de mantenerlos en función permanente, significaron
una abultada nómina. Este fenómeno, agregado a campañas electorales crecientemente costosas,
colocó a los partidos ante la disyuntiva de tener que recaudar grandes sumas
sin indagar profundamente en torno al origen de esos dineros. De esta manera se
abrió el hueco para el financiamiento ilegal, el predominio de fuertes grupos
económicos, el tráfico de influencias y el flagelo de las contribuciones de origen
oscuro.
Lo delicado del asunto no es que los
partidos cuenten con el suficiente dinero para costear sus actividades sin
preocuparse de su origen. El problema es que nadie da nada sin recibir algo a
cambio, y en una relación en estas condiciones, queda establecido como un
fuerte compromiso del cual habría que pagar posteriormente costosas facturas,
que contravienen la transparencia y
condicionan las decisiones de los funcionarios.
Pero el asunto no para ahí. Aprovechando la
coyuntura de los insuficientes recursos oficiales, quienes también se apuntan
para participar en los gastos de las campañas electorales son las empresas y
los empresarios, con la inocultable intención que esos apoyos se traduzcan en
contratos o concesiones. El más cercano ejemplo
lo vivió México con Vicente Fox. Un año antes de que fuera nominado como
candidato a la Presidencia, en el Centro Carter de Atlanta, Georgia, fundado
por el Expresidente James Carter, se celebró un foro sobre el tema de
"Transparencia y Crecimiento en América", en cuyo patrocinio
participó la Coca Cola. La crónica del evento recoge que entre los altos funcionarios
de la transnacional ahí presentes, se comentó que la empresa tenía oportunidad
para colocar a uno de sus mejores hombres en la presidencia de México, por
supuesto que con la intención que el producto de cola ampliara su horizonte de
ventas.
Por otra parte, el financiamiento público coloca a los
partidos en un ámbito de supeditación a los intereses de quienes aportan los
recursos así se trate del Estado, y los enfrenta al reclamo popular por las
descomunales cantidades de dinero que se les otorgan sin beneficio aparente.
Hay que recordar que anteriormente, era obligación de los propios militantes de
participar, mediante el pago de cuotas en el sostenimiento de sus instituciones
políticas y sus campañas electorales.
Pero tampoco los Estados Unidos, la nación
pretendidamente prototipo de las democracias, escapa a las sospechas de
utilización ilegal de recursos en sus campañas políticas. En su momento,
William J. Clinton, fue cuestionado por presuntos beneficios derivados de
aportaciones de empresarios chinos. Años atrás, el Vicepresidente SpiroAgnew,
durante el gobierno de Richard Nixon, tuvo que dejar el cargo ante la acusación
de haber recibido ilegalmente fondos para la campaña en la que ambos fueron
elegidos.
En Europa ocurrió algo similar. Sonó fuerte el caso de
los diamantes que obsequió Bokassa I, emperador de un ya inexistente imperio
centroafricano, al Primer Ministro Francés Valery Giscardd´Estaing, para
actividades de su partido político. En Colombia, fue todo un escándalo la
acusación contra su Presidente Ernesto Samper, por haber recibido fondos del
narcotráfico. Y en España, Según un informe de Transparency International, los
sectores más corruptos son los partidos políticos y las empresas.
En conclusión, no
parece haber una fórmula de financiamiento ideal. Expertos consideran que la
decisión tendría que darse de acuerdo al contexto político prevaleciente, al
nivel cultural del país y al desarrollo del sistema de partidos; sin soslayar
que la tendencia actual en las democracias representativas que más han
madurado, es la de buscar un mayor equilibrio entre el financiamiento público y
el privado, a fin de encontrar un balance entre esas formas que eviten extremos
perversos. (ferpadillafarfan@gmail.com)