Claudia Constantino
Cuando de una contienda
electoral se trata, podemos llegar a pensar que la frase “suma de votos” alude
al número de sufragios que los ciudadanos depositan en las urnas en favor de
los diferentes candidatos, pero esa es sólo la primera acepción. Existen más:
los votos que suman las distintas corrientes dentro de un mismo partido o los
votos que suman distintos liderazgos dentro de una misma corriente, entre otras.
Por
ello, los candidatos y sus equipos de campaña hacen cálculos, llevan a cabo mediciones
periódicas y diversas. El “laboratorio electoral” se instala desde bien pronto,
una vez iniciado el camino a las urnas. Cuando escuchamos o leemos sobre los duartistas
(sí, hay quienes lo siguen siendo), los fidelistas (aunque su líder viva en
Barcelona), los pepistas (aunque se haya guardado para dentro de dos años) o
los alemanistas (aunque lleve años “fuera del estado”) nos queda claro que es
mucho lo que ignoramos los ciudadanos de a pie sobre el entramado político que
se teje para elegir a un gobernador, como en este caso.
Funciona
igual para los diferentes partidos, con la única diferencia de que los más
pequeños, los que tienen menos posibilidades en este proceso, han optado por
entregar la plaza desde bien pronto, pactando “alianzas convenientes para
salvar a Veracruz”, y pasando así a convertirse en una corriente más que suma
sus votos al candidato de su elección, dicen unos, o al que les ofreció más,
refieren otros.
Sumar
votos, pues, es un ejercicio que no necesariamente se refiere al conteo de los
sufragios emitidos por los ciudadanos de manera libre e informada. También
tiene que ver con cuidar la chamba, apoyar al amigo para luego cobrar el favor,
demostrar lealtad a una corriente política o pagar favores. Reflexionar en ello
hace sentir al ciudadano común objeto de un engaño monumental: los comicios.
Ya
con el ego del ciudadano bien ponchado por la evidencia de que votar no es una
experiencia de poder, sino más bien de legitimar lo inevitable, se generaliza
la desesperanza y el abstencionismo rampante es el que triunfa en las urnas y,
con ello, el aparato electoral al que tanto le invierten los contendientes más
fuertes de cada elección.
Llegados
a este punto de la reflexión, vale la pena recordar que en una votación copiosa
no hay pronóstico ni tendencia que valga, y para cuando hay una digna de
tomarse en cuenta, suele ser demasiado tarde para remediarlo.
Desafortunadamente, no hemos visto una votación así en décadas. La
participación de los votantes ha ido a la baja, aumentando con ello los
márgenes de maniobra, mejor conocidos como fraude electoral.
En
las elecciones federales de 2012, 63% de los mexicanos inscritos en el padrón
eligió al presidente; 37% no participó. En las elecciones estatales de 2010 votó
el 59% de los veracruzanos que podían hacerlo y casi la mitad no. En las
elecciones del año pasado la participación no alcanzó el 50% del padrón, y han
sido las que han tenido más incidentes de violencia en todo el país desde 2008;
432 casillas suspendieron votación por robo o violencia, se lee en el portal
del INE.
Coaliciones
y partidos ya cuentan sus votos: suman, restan, dividen y multiplican.
Considerando que México es un país donde el proceso democrático es muy joven,
esperemos que en las elecciones por venir los ciudadanos recuerden las
experiencias previas y decidan una forma más certera de rechazo a los partidos,
los candidatos o al sistema mismo. Ojalá hayamos aprendido que ausentándonos de
las urnas es imposible cambiar el estado de cosas con el que no estamos de
acuerdo. La participación extendida podría ser la base, el punto de partida,
para que el aparato electoral no cuente sólo los votos; en vez de eso, que los
ciudadanos sean los anfitriones, y no como hasta ahora los invitados, incluso
indeseables.
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