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Sarita de ojos de agua

Crónicas urgentes

Claudia Constantino

         Cuando las personas nos faltan, lo que nos queda es la memoria; el recuerdo que perfecciona las vivencias, y también los sentimientos pulidos por el paso del tiempo. Lo recuerdo hoy, que Sara Salces se ha ido. Me remonto al pasado lejano de mis días niños y la recuerdo hermosa, alta, esbelta, sonriente y amable, tras la caja registradora de la zapatería Zapico o la Mina, según el día.
            No sé bien qué me gustaba más: si sus chinos indómitos, su ancha sonrisa que invariablemente era el preludio de una sonora carcajada o sus ojos de color azul agua, de esa agua empozada en un manantial, cristalina, transparente, pero al mismo tiempo llena de color y tonos varios.
            Siempre me pregunté de dónde abrevaba su alegría; cómo una misma mujer podía tener tantos motivos para ser feliz. Así me parecía sin duda: FELIZ, con mayúsculas, sin permiso y sin pausa. Seguramente que habrá tenido tribulaciones o penas pero, o las disimulaba muy bien, o no alcanzaban a eclipsar el brillo de sus hermosos ojos, ni su risa frecuente.
            Cierto día fuimos de viaje. Desde que abordamos el autobús alquilado en su totalidad para llevar a Oaxaca a todo mi grupo escolar, todo eran bromas, chistes, historias y carcajadas. Pero, entre todas, siempre sobresalía la de Sara. Para Sarita, su hija, que siempre estaba cerca de ella, esa risa era faro y certeza. Ella sólo sonreía, pero siempre la contemplaba admirada mientras su madre convocaba la risa.
            Ya en Oaxaca, Sara estaba en su hábitat ideal: podía lucir, sin riesgo de lucir extravagante, sus bellísimos huipiles bordados, coleccionados con tanto amor y adquiridos en todos los rincones de México. Tenía los de diario, los de día, los de noche, los de gala, los de cada temporada y los de presumir.  Los acompañaba de joyas de corte prehispánico o de filigrana de oro o plata.
            Quienes la conocimos sabemos que Sara era luz y su personalidad una joya. Imán de mujer. Madre amorosa. Amiga entrañable. La más juguetona, la más dispuesta a la aventura, la más ferviente admiradora de Toledo, a quien llegaba a tocarle en su casa a deshoras y sin previo aviso. “Vengo a comprarte obra”, le decía a modo de anuncio y el pintor siempre la recibía divertido y mucho más divertido la despedía.
            Sabía mucho de historia del arte, pero sobre todo sabía del arte de ser feliz y de llevar una vida que siempre osciló entre el enigma y su amor por los demás. La pérdida prematura de sus más grandes amores, la transformó al final. Pero siempre la recordaré aquella tarde en Monte Albán, caminando garbosa entre las pirámides, mientras su esposo Fito la seguía soplándole con la hoja de una gran palma. “Soy la Malinche”, nos decía mientras lucía su maravilloso huipil que hacía juego con sus azules y vivaces ojos. Así y de muchos modos más conjuraba la tristeza.
            Don Alfonso, van para usted mis sentidas condolencias. Y va para ella una oración, y mi gratitud por tantos y tan bellos recuerdos de un tiempo de mi vida en que todo era sorpresa y ella era parte de la magia. Siempre la admiré en secreto: tanto su belleza como su capacidad para ser feliz. Me quedo con eso por siempre.

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