PENDULO POLITICO
DR EMILIANO CARRILLO CARRASCO
«A través de los abismos del espacio, espíritus que
son a los nuestros lo que nuestros espíritus son a los de las bestias de alma
perecedera, inteligencias vastas, frías e implacables, contemplaban esta tierra
con ojos envidiosos y trazaban con lentitud y seguridad sus planes de
conquista... » Fernando Savater
El estilo de Los primeros hombres en la Luna es
notablemente diferente al de la novela que acabamos de tratar. El naturalismo
mágico de La guerra de los mundos deja paso a un humorismo victoriano cuyas
tonalidades se van ensombreciendo hasta la cruel ironía de las últimas páginas.
La idea del viaje a la Luna estaba hecha ya en literatura cuando Wells escribió
su novela, pues acababa de ocupar a Verne en dos de los relatos de mayor
impacto popular del autor de Los viajes
extraordinarios. Pero a Veme lo que precisamente le ocupaba era el viaje mismo,
sus dificultades técnicas Y sus notables incidencias: no se atrevió a que sus
personajes pisasen la superficie lunar, posiblemente por el escrúpulo de no
saber cómo resolver verosímilmente el problema del retorno. Wells, en cambio,
despacha todos los obstáculos científicos que
obsesionaban a Verne con el sardónico invento de una sustancia
prodigiosa, la cavorita, refractaria a la fuerza de gravedad; con una esfera
recubierta por placas convenientemente situadas de cavorita se puede ir y venir
por el espacio como quien no hace la cosa, lo que liquida todas las fastidiosas
lucubraciones sobre combustibles, propulsión, fricción y demás zarandajas
técnicas, para dejar reducido el tema del viaje a su meollo esencial: la
exploración de la luna y el encuentro con los selenitas. A Verne le poseía la
fantasía militante de la electricidad y el motor de explosión, cuyas
inagotables posibilidades canta con imaginación y arrobo; pero Wells se
interesa más bien por la fábula social, por la utopía estelar, y las sorpresas
que reserva a su lector provienen antes del choque de culturas y de formas de
organizar la vida consciente que de proezas científicas. Los dos terrícolas,
que serán los primeros hombres en la Luna, forman una pareja realmente
singular: Cavor, el inventor de la cavorita, es un modesto Edison
interplanetario, ingenuamente positivista y sin más ambiciones que la fama que
tributan los boletines mensuales de las academias, al que acompaña Bedford, un
escritor sin talento, obsesionado por los negocios en los que puede uno
enriquecerse rápidamente. Los habitantes de la Luna son una suerte de insectos
inteligentes que viven en complejas galerías, bajo la superficie del planeta;
por las noches sacan a pastar en praderas, que crecen momentáneamente, unas
gigantescas reses de pesada mansedumbre.
Tienen una rígida estratificación social y también se
distinguen por la misma fría hipóstasis del intelecto, que caracterizaba al
pueblo marciano que invadió la Tierra. Cavor y Bedford son hechos prisioneros;
pronto, su mayor fuerza muscular Y la agilidad que les propicia la baja
gravedad de la Luna les hace elementos altamente incontrolables para los
selenitas. Ese Pueblo ultra organizado, pacífico hasta el bostezo, en el que no
existe ningún tipo de conflicto violento, se ve radicalmente perturbado por la
aparición de los dos terrícolas, a los que el desconcierto y el acoso hacen
sumamente peligrosos. Bedford aplasta sin miramientos a varios selenitas y
consigue huir en la esfera de cavorita, abandonando en la Luna al pobre Cavor,
menos apto para el crimen y además demasiado interesado por las perspectivas de
nuevos conocimientos que la aventura comporta como para concentrar todos sus
esfuerzos en la huida. Una vez a salvo en la tierra, Bedford pierde la esfera
por un descuido y con ella la posibilidad de retornar en busca de Cavor. Un
radioaficionado italiano capta un mensaje desde nuestro satélite, enviado por
el inventor naufrago. Según él mismo cuenta, Cavor fue llevado a presencia del
Gran Lunar, autoridad suprema de todo el planeta: un gigantesco cerebro que
unos servidores bañan constantemente en líquido refrescante para evitar la
congestión. El autócrata interroga a Cavor sobre los usos y maneras de los
terrícolas: le escandaliza la inexistencia de una autoridad única y le preocupa
la para él incomprensible institución de la guerra. Astutamente, se cerciora de
que Cavor es el único que tiene el indeseable secreto de la sustancia que
permite viajar por el espacio. Eliminándole, elimina el peligro de que bárbaros
sanguinarios trastornen con sus querellas y su rapacidad el equilibrio
selenita.
Wells envía al traidor que abandonó a su amigo en la
Luna el vívido sueño de «un Cavor despeinado e iluminado de azul, luchando
entre las garras de una multitud de selenitas; luchando con creciente
desesperación, a medida que sus atacantes eran más numerosos, gritando,
protestando y quizá, por fin, incluso matando; le imagino obligado a
retroceder, empujado hada atrás, lejos de todo medio de comunicación con sus
semejantes, hasta caer, para siempre, en lo desconocido, en las tinieblas, en
el silencio infinito ..»
La lección más
elemental que puede sacarse de ambas novelas es ésta: el encuentro con los
habitantes de otros planetas no puede traernos sino un conflicto, sea por lo
incontrolable de nuestros propios movimientos pasionales, sea por la absoluta
ausencia de éstos entre los extraterrestres. Lo grave de este conflicto es que
carece de mediación válida, no tiene ninguno de los habituales amortiguadores
que normalmente suavizan los choques entre los hombres. El enemigo es siempre
lo otro, lo no-humano, aquello frente a lo que no rigen las normas que regulan
la violencia en el interior de la comunidad.
Pero, poco a
poco, los hombres se han avenido a reconocer ciertas semejanzas con sus enemigos,
han tendido puentes sobre el abismo irreductible de su hostilidad. El enemigo
puede tener ciertos dioses por cuya fidelidad jurará en los pactos, puede
conocer el honor y la piedad, lo que rebajará grados en la destructividad del
conflicto que se tenga con él. Hay límites que el guerrero no debe rebasar en
su escarnio del rival vencido: no puede tratarlo como algo absolutamente ajeno
a sí mismo. Atenea sentía predilección por Tideo, guerrero intachable, y había
decidido en su corazón hacerle inmortal; la diosa espero hasta verle yacente en
el campo de batalla, moribundo y juego descendió hacia él llevándole la
ambrosía que había de eternizarle; pero halló que Tideo, en un postrer
arrebato, de incontrolable ferocidad, desgarraba con sus manos exánimes el
cráneo agrietado de un enemigo muerto para morderle bestialmente el cerebro;
Atenea vertió la ambrosía en tierra y abandonó a la muerte a quien no respetaba
la dignidad humana del caído.
Paulatinamente se llega a establecer unas semejanzas
mínimas entre los diversos grupos de hombres que reclamaban para sí la
exclusiva de lo humano y en base a esas semejanzas se mitiga el extrañamiento
hostil que acibaraba sus conflictos.
Los extraterrestres nos traen el fantasma de la
violencia ¡limitada, de la definitiva abolición de lo que protege la vida de
los individuos y restringe el derecho del vencedor al saqueo y la destrucción.
¡Qué terrible el espectro de un enemigo con el que no sabríamos en base a qué
pactar! En realidad, son las vísceras, las necesidades y debilidades de nuestra
carne, lo que en primer término propicia el reconocimiento del otro.
El cuerpo reconoce semejantes, pero el espíritu nunca.
Una inteligencia desencarnada sería destructividad pura, irrefrenable,
implacable.
La pura inteligencia es intratable, como el Dios
puramente espiritual y absolutamente Otro del monoteísmo precristiano. Sabemos
que nuestras almas son esos extraterrestres sin entrañas, fríos, despiadados,
calculadores, cuyos planes rigurosos no se detienen ante nada. Dentro de
nuestro humilde y cariñoso cuerpo terrícola acecha el marciano sin sentimientos
para él que los restantes hombres no son sino bestias de carga, el Gran Lunar
autoritario y su ente no reconoce más
que súbditos y víctimas. De algún modo,
le sentimos con espanto crecer dentro de nosotros. Fingimos esperar del espacio
exterior una amenaza que, sin duda, nos viene de dentro, de ese abismo interior
cuyo silencio infinito bastaría para aterrar a mil Pascales... Ahí se agazapa
esperando la hora de la invasión lo implacable, lo inhumano: lo pensante.
Michelangelo Bovero: Las condiciones de la
democracia. Una teoría neo-Bo... https://youtu.be/ewEM4PwSJHI vía @YouTube