Por Fernando Padilla Farfán
Cuando
de aborto se habla, todo el mundo opina. Claro, la mayoría son voces poco
documentadas que solo pretenden polarizar uno de los temas más sentidos y
controversiales del momento. Nunca faltan los que, para su provecho, no
desperdician la oportunidad para ganar espacios en los medios de comunicación.
En
cualquier lugar de México que se trata este tema las pasiones se despiertan al grado
de tornarse violentas. En ocasiones, diputados o diputadas que han apoyado
iniciativas para la despenalización del aborto han sido amenazados de muerte.
Grupos
opositores comparten criterios con algunos sectores clericales, en cuanto a
calificar a la mujer que aborta como criminal. Pero no para ahí el asunto. La
parte clerical dice que aquellas que participen en la consumación exitosa del
aborto serán merecedoras de severas penas morales. Se ve claramente que para
los que están de ese lado no hay ni exclusiones ni excepciones, las cosas las
llevan al extremo.
La severidad de
las penas por estar considerado el aborto como delito, y la escasa información
y orientación adecuadas y oportunas, ha derivado en una situación preocupante.
La trágica realidad nos demuestra que cada año en México entre 750 mil y un
millón de mujeres realizan abortos clandestinos, ya que en solo dos entidades
del país interrumpir el embarazo es legal.
Desde hace cientos de años, el aborto es una de las formas de
cómo las mujeres enfrentan los embarazos no planeados. Violaciones, abandono de
la pareja, malformaciones graves en el producto, pobreza extrema, o que el
embarazo ponga en riesgo la salud de la mujer, son, entre otros, los motivos
por los que las mujeres deciden abortar. Nadie da cuenta de mujeres que practiquen
el aborto por gusto. La
mujer que aborta también tiene que enfrentarse a su propia condición de madre -que
no es cosa fácil- y luego tiene que afrontar -sola- el entorno familiar y
social.
Pero en este mismo contexto hay otra realidad: el aborto no
se denuncia porque la sociedad avala su práctica. Familiares, amigos y
conocidos guardan silencio. Son muchas las personas que juegan un papel
fundamental en las redes solidarias que ayudan a las mujeres a interrumpir el
embarazo. La práctica del aborto muestra una clara separación entre lo que dice
la ley y lo que las personas consideran correcto frente a determinadas
circunstancias de sus vidas.
Por
otro lado, también está comprobado que la prohibición genera el “mercado
negro”. Prohibir el aborto solamente lo vuelve clandestino. La penalización del
aborto aumenta los riesgos para la salud y la vida de las mujeres porque nadie
controla las condiciones higiénicas del lugar donde se realizan. Tampoco existe
la garantía de la expertiz del personal que los practica.
Por
la información que existe se puede deducir que la prohibición no resuelve el
problema; al contrario, lo agrava. La clandestinidad conlleva la
ausencia de control sanitario que no sólo provoca la muerte de mujeres por
abortos mal practicados, también genera que sufran hemorragias, infecciones,
perforación del útero, infertilidad secundaria o definitiva y dolor pélvico
crónico. Estos son tan solo algunos de los padecimientos de las mujeres que se
practican el aborto en la oscura clandestinidad.
Por si fuera poco lo de la problemática del aborto, hay
otra situación que eleva la gravedad del asunto: ni el gobierno ni la Iglesia,
ni quienes se oponen a la despenalización del aborto, se responsabilizan de la
educación y manutención de los hijos que se obliga a tener a las mujeres que
deciden abortar y no se les permite hacerlo. Se castiga a quien aborta, pero
nadie se hace responsable de los hijos no planeados.