El Baldón: La Herencia
Por José Miguel Cobián
Cuando alguien fallece, los seres humanos
pensamos en la forma en que se van a distribuir los bienes físicos de esa
persona, sin embargo, nuestros viejos siempre nos indicaron que la mejor
herencia que podían dejar a sus hijos y nietos era un buen nombre. El recuerdo
de alguien que jamás le hizo daño a otra persona, y que además tuvo una vida
productiva, en la cual dejó huella en aquéllos que tuvieron la dicha de cruzar
sus caminos.
Sé que todos los días mueren seres humanos
de los cuales la mejor descripción que puede hacerse es que fue un hombre
bueno, un hombre decente. O una mujer buena y decente. Sin embargo, a veces nos enteramos del
fallecimiento de alguien que cuando nuestras vidas se cruzaron, dejó huella
profunda y duradera, aunque haya compartido unas cuantas palabras en una
adolescencia lejana, o en una niñez aún más lejana.
Esas despedidas siempre son tristes, pues
a pesar de la confianza en que aquéllos que se adelantan en el camino al más
allá tendrán una vida más gloriosa y cercana a Dios, la pena de la lejanía y la
ausencia siempre dejan una marca imborrable, primero de dolor y posteriormente
de nostalgia y de pena, porque conforme pasan los años, mientras más maduramos,
mientras más caminamos por la vida, más valoramos a aquéllos que sabemos fueron
buenos.
Quizá para muchos decir que alguien fue
bueno, sea muy poco, sin embargo, es muy difícil encontrar personas de las
cuales se pueda decir ¨fue una buena persona¨, porque la extensión y
profundidad de ese adjetivo ¨bueno¨, va más allá de una descripción
impersonal. Un hombre bueno, es alguien
que con virtudes y defectos, siempre tuvo en su alma y corazón una palabra
amable, un gesto alegre, un buen consejo, una caricia al corazón cuando más se
necesitaba, un tocar el alma de quien estaba cerca. Así, describir como un buen hombre o mujer a
alguien ya no resulta tan sencillo.
Las actitudes de competencia, las
envidias, los celos, que mostramos en la lucha cotidiana hacen que se pierda el
adjetivo de ¨bueno¨, y se adquieran otros, como el de eficiente, triunfador, o
incluso perseverante, ingenioso, envidioso, celoso, etc., adjetivos todos que sustituyen al único que
vale la pena conservar.
Hoy reflexioné mucho sobre los hombres y
mujeres buenos que he conocido, y sin querer llegaron a mi mente tres personas,
de entre muchas con las que he tenido el privilegio de convivir alguna vez en
la vida. Desgraciadamente ninguno de
ellos sigue entre nosotros, y gracias a Dios, ya se encuentran en su presencia.
El primero en quien pensé, que fue quien
motivó esta reflexión que comparto contigo, es Don José Luis Pérez Urrestarazu,
a quien poco traté, pero siempre me dejó el sabor de boca de un hombre
irreprochablemente bueno, en toda la extensión de la palabra.
El segundo en quien pensé fue en un tío
muy querido a quien traté mucho y dejó onda huella en mi forma de ser y pensar,
Don Jorge Nemi. Y el tercero
curiosamente es otro Jorge, Don Jorge Simón, quien siempre se mostró también
como un hombre bueno en toda la extensión de la palabra.
No se valdría mencionar parientes más
cercanos, y mientras escribo, me surgen más y más nombres de hombres y mujeres
que merecen el calificativo de buenos, y a quienes tuve el privilegio de tratar
una o muchas veces, pero a fin de cuentas, creo que lo más importante, es el
legado de cada uno de ellos, en su estilo, en su circunstancia, en su
momento. Un legado de actitud positiva
ante la vida, un ejemplo para sus hijos, un orgullo para sus esposas y padres,
y sobre todo, el gran contrapeso que la bondad y el amor hacen día con día, al
mal que también y por desgracia abunda en nuestro mundo.
Convencido estoy de que si a algo aspiro,
y si algo deseo que se comente una vez que yo ya no esté en el mundo de los
vivos, es lo que yo considero el mejor halago, pues también significa que valió
la pena vivir la vida, pues se hizo buen uso de ella.
Espero que se diga que yo
fui un buen hombre, y esa será la mejor herencia que podré dejarle a mis hijos,
y mi mejor manera de trascender.




