Claudia Constantino
Hay días, como este lunes 21 de julio de 2014, en que uno quisiera fugarse; mudarse de
país; de continente; de mundo. Todas las
noticias son malas, la desesperanza cunde; la rabia impera. Nada salva excepto
el amor en todas sus variables: lo esencial. Echo mano del recuerdo y comienzo
a re-andar una senda entrañable: la de los momentos imborrables al lado de los
dos hombres que primero me cuidaron en la vida: mi abuelo y mi padre.
En ellos hoy descanso de la desazón;
del ver cómo a mi país lo están saqueando otra vez; del ver cómo a mi estado,
sólo lo maquillan mediáticamente para no hacer nada por acabar con la
inseguridad que asola las calles, la tuya, la mía, la de mis amigos, las de
todos.
Por eso, hoy me evado; iré a otro
tiempo; ese donde pensaba que todo estaba bien y estaba bien:
Aquella
noche en Veracruz, sentada al lado de mi abuelo, en la escollera del bulevar,
allí donde se ve más cercana la isla de sacrificios, decía: "hay viene hay
viene, hay viene hay viene"; y cuando la luz del faro nos tocaba la cara
gritaba: eeeehh; y así por horas. Mi abuelo sonreía cada vez que yo gritaba, el
resto del tiempo, permanecíamos, él en sus pensamientos, yo instalada a todo lo
ancho en la felicidad; mi mano entre la suya. Brisa marina. Luna apenas. Sin
prisa. Estancia. Eternidad.
"Casi
felpamos..."
El
periódico El Dictamen, cada año celebra su aniversario el 16 de septiembre y
por eso un día antes, en aquel 1975 mi padre no tenía que trabajar haciendo la
sección deportiva a su cargo; era día de asueto. Así que nos hicimos a la mar.
Con algunos de sus compañeros de aquella mítica redacción del "decano de
la prensa nacional", navegamos a la Isla de en Medio. Dos horas de
travesía. Agua por todas partes, sol, chelas, risas... Desembarcamos como a las
10 de la mañana. Había peces de colores revoloteando en torno a mis pies en la
playa donde atracaron nuestra embarcación; comida deliciosa; mucha agua de coco
(para las lombrices, decía mi papá) y pulpa de coco tiernita -como me ha
gustado siempre-, con sal y limón me ocuparon buena parte del tiempo. Corrí por
la playa; construí castillos de arena que nunca parecían serlo; dormí un rato
debajo de unas palmeras en una hamaca arrullada por la fresca brisa. Debíamos
volver a las cuatro, pero el ron hizo que los mayores lo olvidaran. A eso de
las seis subimos a la lancha y fuimos de regreso, pero el mar se puso
impertinente; debió ser porque no tolera la impuntualidad. Comenzó la tormenta:
olas enormes; la lancha parecía de papel y la cara de todos me anunciaba que
estaba de miedo. Mi padre muy espantado; abrazo de por medio, le dije al oído
muy segura: "no es hoy; hoy no hemos de morir".
Han
pasado casi 30 años y nunca he vuelto a ver a mi padre tan asustado. Lo bueno
es que tuve razón. Y aquí seguimos, queriéndonos, compartiendo y recordando el
día que "casi felpamos en el mar" (así dice siempre que se acuerda),
y yo sigo agradeciendo su misericordia a Don Mar, aquel día, que mi corazón de
niña, le pidió por todos.
Cualquier comentario para esta
columna que casi hace San Lunes a:
Sígame
en Twitter:
@aerodita