Claudia
Constantino
Es
de noche en el totonacapan y la nana Epifanía revisa los tamales de elote que
hace buen rato tiene en el fogón. Un par de horas ha trajinado desde que
regresó del parque temático Takilhsukut, donde cuando puede trabaja. Muchos
años lleva al cuidado de las mujeres de su etnia y siendo amiga, ya casi
familiar, de la casa de Don Juan Simbrón, su compadre; desde que su marido
comenzó a andar en las luchas de tata Juan, con las que han alcanzado unos
pocos beneficios también para sus mujeres como: máquinas para coser o algunos
dineros con que comprar pollos y puercos, que a su cuidado, se vuelven granjas
de autocunsumo y un poco de mercancía para las carnicerías del mercado de
Papantla.
Delegados
del Instituto para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas van, y vienen;
igualmente los alcaldes de todos los grupos políticos, con sus denominaciones
partidistas, y la vida de las mujeres totonacas apenas y se ha modificado desde
que nana Epifanía a sus casi 70 años, recuerda.
Son
pocas las niñas que al crecer, llegan a obtener un título universitario y lo
hagan o no, siguen juntando leña, limpiando la casa, cocinando para toda la
familia, cuidando a los animales, sembrando, cosechando, yendo a conseguir víveres,
aprovechando de la mejor manera posible el agua y sometiéndose a los designios
de padres, hermanos o marido.
Cuando
recuerdo que es pleno siglo XXI pregunto:
—
Nana, ¿alguna vez las muchachas se van?
—
¿A dónde? Es su respuesta, acompañada de una mirada desconcertada. Y lo pienso
mejor. No, parte de esta cultura tiene un fuerte arraigo por la tierra, por las
costumbres patriarcales, por los rituales que desde niños los hermana e
identifica.
Los
caminos de todo el totonacapan son casi intransitables, las comunidades son
precarias en actividades económicas fuera del campo y mientras hago este
recuento geoeconómico nana me interrumpe:
—
Tu eres periodista, ¿acaso no has oído de lo que vive la mujer que se va? ¿no
sabes que las violan, las explotan con los hombres, las esclavizan y hasta las
matan?.
Son
las 6 de la tarde y en La Perla, Veracruz, en días de frío ya se hizo de noche.
La tía Margarita sacó la masa para preparar memelas con salsa verde y darnos de
cenar. La calle se ve sola y todas las mujeres de la casa se agrupan en la
cocina ayudando a lavar trastes, poner la mesa, sacar el refresco y lo que
pueden en ordenado silencio.
En
las faldas del pico de Orizaba y toda la región de la sierra de Zongolica el
náhuatl conserva un sitio predominante. En pleno siglo XXI la hija casada de la
familia llama: señor a su marido, estudió una ingeniería, pero una vez “bien
casada” no la pudo ejercer más. El “señor” es borracho, mujeriego, pero eso sí:
muy cumplidor y entonces su mujer no puede hacer nada distinto de tener las
tres comidas a tiempo a su entera satisfacción; la casa bien limpia y ordenada;
a los hijos lo mejor cuidados posible.
Pregunta
impertinente a la tía Margarita:
—
¿Porqué las mujeres jóvenes que estudian, no se van?
—
¿Irse? ¿Para qué o a dónde? Responde con gesto turbado.
—
Donde puedan conseguir un trabajo y tengan oportunidad de ejercer su profesión.
Digo.
—
Lejos de su familia dices. Lejos de la madre. Lejos de su pueblo y sus amigas.
¿Y luego su familia que? ¿No sabes lo que le pasa a la mujer que se va? Eres
una mujer que se dedica a las noticias.
Este
mundo no es para las mujeres. Todas necesitamos un hombre que nos cuide o
varios (hermanos, padre, primos) que es mejor.
Sí,
no es fácil ser mujer que se va. No es fácil ser mujer.
Es
México, en pleno siglo XXI y hoy, 8 de marzo: Día Internacional de la Mujer, la
clase política se encarga de poner en los titulares de los medios de
comunicación que: “los hombres y las mujeres son iguales”. ¿Y fuera de eso?
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