Por Ángel Lara
Platas
A pocas semanas de la culminación de la contienda
electoral por la Presidencia de México, la
más aguerrida jamás vista en la reciente época, se mueve a través de una
atmósfera de fuegos fatuos.
La naranja política está dividida en gajos. La intensidad
del debate continúa en ascenso. Algunos
periodistas han tomado partido –más bien candidato-, y sus comentarios
son matizados con los colores de sus compromisos.
Sin embargo, algunos analistas están centrando su
atención -con más interés en la medida que se acerca la fecha- en la persona
del aún presidente de los mexicanos, Felipe Calderón Hinojosa, particularmente
porque no se sabe si retoma su posición de árbitro, de mediador, de velador de
los intereses de los mexicanos; o continúa como el dirigente número uno del
partido que lo llevó a ocupar el puesto más elevado que existe en el País.
No hay duda de que Calderón es el mandatario que más
intensamente ha vivido su ejercicio de poder. Pero también es oportuno
reconocer que de todos es quien ha mantenido mayor intromisión en el proceso
electoral, incluso, más que su antecesor Vicente Fox, a quien en su momento el
propio Calderón criticó por rebasar los límites de la prudencia política, y
poner bajo riesgo los cauces de la vida democrática.
Obstinado en sus propósitos sucesorios, Felipe Calderón tomó
partido para favorecer a su candidata doña Josefina Vázquez Mota. Parecía muy
empeñado en hacerla triunfar por cualquier medio a su alcance y a cualquier costo.
Hasta hace tres meses, a muchos asustaba pensar que el Presidente abrazara con
pasión esa idea.
Otros se preguntaban lo que podría ocurrir si Calderón se
enfrentara a una realidad que se hundiera sin remedio en el escenario político.
¿Cómo reaccionaría –decían los más- si su candidata
redujera sus posibilidades de triunfo?
Si bien es cierto que aún no debe utilizarse el
pretérito, a esta hora de la batalla por la gran silla todo el mundo coincide
en un detalle que ha marcado a la contienda electoral: por los sondeos, doña
Josefina camina en el sentido de la derrota; excepto que ocurriera algo
inesperado o, de plano, un verdadero milagro.
Los propios panistas en voz baja reconocen que el desánimo
que campea al interior del equipo. De lo contrario, ninguno de los señorones
que llegaron para arroparla se hubiera apartado de su lado. Sin embargo, se
fueron.
Por eso crecen las incógnitas de lo que el Presidente
Calderón, en la soledad de su escritorio, pudiera estar planeando. Aunque públicamente
ha externado su posición imparcial y se ha declarado demócrata, son
inocultables sus sentimientos en contra del partido que representa la parte más
intensa de sus fobias, o del personaje que más insultos le ha espetado a lengua
suelta.
La constitución General de la República marca la
conclusión de su mandato. El fin del actual sexenio se acerca a pasos
agigantados.
El Presidente Felipe Calderón tendrá que entregar la
plaza sin resistencia y sin sobresaltos. Su condición de demócrata -como se
declaró-, así lo obliga. Además, así lo reclaman todos los mexicanos.
Pero si los acontecimientos se precipitan, si Calderón
Hinojosa adopta otras actitudes que no sean las que legalmente corresponde a su
condición de mandatario, el país entero podría estar experimentando una
realidad dramática, como en los peores momentos de su historia.
Un presidente de la República no tiene por que apostar a
la suerte. El jefe de las instituciones debe tener a su alcance las más sofisticadas
herramientas para la mejor toma de decisiones. El panista debe contar con la
mejor información, con los mejores analistas y con los más calificados
estrategas. Sin embargo, por los hechos, hasta pareciera que estos instrumentos
del poder, permanecen en alguna bodega de Los Pinos.
Felipe Calderón Hinojosa debe recuperar su mirada
clarividente. Jugar a las atinadas no es lo más recomendable.
Le apostó sin reservas a su hermana Luisa María, que compitió
por la gubernatura de Michoacán, y perdió. Sus argumentos para justificar la
derrota no fueron los del ciudadano que detenta el máximo poder. Más bien
parecían una infortunada copia de las arengas que contra él utilizó López
Obrador. Ninguna necesidad había para comprometer, en una elección estatal, su
imagen de presidente de todos los mexicanos.
Todos los sondeos de opinión coinciden en que con doña
Josefina ocurrirá algo similar: el PAN, su partido, volvería a padecer la
amarga derrota.
Los asesores del Presidente, en lugar de hablarle con la
verdad, continúan colmándolo de halagos que confunden y provocan tropiezos.
Por la situación política tan confusa, crecen las dudas
sobre la actitud del IFE y los tribunales electorales. No se sabe si cedan ante
la presión presidencial o pasen a la historia como los garantes del proceso
electoral más reñido de los tiempos modernos.